Y después de la crisis, ¿qué?

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Esta semana se cumplen 79 años desde el inicio del crack de 1929, una fecha que algunos agoreros no han dejado de recordarnos para encontrar alguna similitud más entre lo que estamos viviendo y aquel principio que sacudió primero a Wall Street y después al país entero, abocándolo a una depresión. Bien, de hecho, fue la Gran Depresión, así, con mayúsculas, porque ya se sabe que los americanos lo hacen todo a lo grande. 

Aquel Apocalipsis bursátil puso fin a una época (los felices años veinte), de excesivas alegrías y despreocupada confianza, de enloquecido charleston y collares de flappers que llegaban a las rodillas. La cruda realidad se acabó imponiendo y las burbujeantes copas de champagne fueron sustituidas por el resignado y triste rostro de Henry Fonda buscando trabajo en Las uvas de la ira. Bien, todos esperamos que lo que sucedió hace casi ochenta años no se repita. Y aunque los expertos están de acuerdo en ello, sólo hace falta echar una ojeada a las previsiones que hacían hace sólo unos meses para no fiarse demasiado de sus pronósticos.

Lo que sí es cierto es que, más temprano o más tarde, todo esto pasará. Y las aguas volverán a sus cauces como quiera que entonces los definamos. Quizá entonces tomaremos conciencia, después de haberlo experimentado, que no se puede estar permanentemente viviendo en la abundancia. Y lo que hemos vivido ha sido un periodo que, aunque deseado y añorado, no tiene porqué ser eterno.

Aquellos que más se darán cuenta de ello serán las nuevas generaciones, las que siempre lo han tenido todo. Los jóvenes que disponen de un cajón entero en su habitación para guardar los móviles que coleccionan, los que consideran que tener Internet en su casa es un derecho y no un privilegio, y los que piensan que el máximo esfuerzo en la vida tiene que ser estar rezongando todo el día en el sillón de un inmenso plató televisivo mientras la fama llama ansiosa a tu puerta.

Quizá después de este periodo de crisis habremos madurado suficientemente para darnos cuenta de que la cultura del esfuerzo, lejos de ser un planteamiento casi decimonónico, y para algunos ideológicamente cuestionable, puede seguir siendo válido. Que el ahorro no es algo que pertenezca a nuestra ya olvidada infancia, de cuando nuestros abuelitos nos daban 100 pesetas (sí, entonces había pesetas) para ponerlas en una hucha en forma de cerdito. Y que palabras como el trabajo bien hecho, la eficiencia y la responsabilidad deben desempolvarse para recuperar el brillo que antaño habían tenido.

Lo admito. Quizá este discurso suena a demasiado bíblico, demasiado a que como nos lo hemos pasado tan bien, ahora tenemos que pagar. Puede ser. Pero la expiación forma parte, lo queramos o no, de nuestra herencia cultural y religiosa. 

Y para bien o para mal, quizá no nos venga tan mal apreciar valores que algunos teníamos olvidados.NULL

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