¿No hay imágenes? No hay noticia

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Pocos minutos después de la ejecución de Sadam Husein, la televisión iraquí ofrecía unas imágenes de los últimos instantes de la vida del ex dictador. Habían sido editadas, para evitar que se viera el momento de su muerte. Pero casi al mismo tiempo, uno de los guardias que habían custodiado al raís y que había filmado a través de un teléfono móvil toda la ejecución, estertores incluidos, colgaba en Internet toda la filmación para que desde cualquier parte del mundo pudiera verse el cruel fin de un ser humano.   

Hasta hace muy pocos años, la televisión era el medio más directo y contundente para ofrecer la información. Había recogido el testigo de la radio, que a su vez lo había hecho de la prensa escrita, para ofrecer la noticia de lo sucedido lo más completa y rápidamente posible. Pero la televisión requiere una cámara, un técnico y un profesional para que esta información pueda existir.

Ahora ya no hace falta. Con la irrupción de las nuevas tecnologías, nos hemos vuelto todos periodistas amateurs, a partir del momento en que cualquiera de nosotros puede grabar en su teléfono móvil la ejecución de un tirano o las indiscreciones del presidente de un importante club deportivo sobre las interioridades de su vestuario. Y no sólo eso. Para llegar a todo el mundo, sólo hace falta montar un blog, y con un poco de paciencia y talento, convertirnos en los abanderados de un nuevo tipo de periodismo.

Al estar todos conectados y poder ejercer cualquiera de nosotros como profesionales de la información, se da la curiosa circunstancia de que si no hay imagen, no hay noticia. Las filmaciones se han convertido en la noticia por sí sola, de modo que el periodismo pierde buena parte de la razón de ser que ha tenido desde siempre: la confianza que tácitamente deposita el lector del periódico, el oyente de radio o el espectador de televisión de creer aquello que le cuentan y que no ha podido ver.

Y esta ausencia del profesional de la información provoca que la información no se canalice. Por si sola, la imagen tiene suficiente entidad y fuerza como para que no tenga filtros, ni interpretaciones, ni tratamientos periodísticos. Llega así al usuario, al espectador, sin ningún tipo de edición ni tratamiento. 

Ya no nos basta, pues, la palabra. Queremos la imagen. Y la queremos ya. Y esta sobredosis de autenticidad, este puñetazo de realidad que no nos viene filtrada, nos crea una dependencia de continuar necesitando de estas imágenes. Y como no siempre se producen, se repiten hasta perder toda su carga informativa y también distanciándola más de la realidad para convertirla en algo morboso, casi grotesco. Lo que vemos por televisión está mediatizado, parece que no nos atañe a nosotros: sabemos que existe, sí; que es real, de acuerdo; pero nos es distante, casi lejano.

Sin embargo, no todo el mundo lo ve de este modo: en Estados Unidos, la televisión por cable llegó a emitir hasta doce veces por hora las imágenes del ahorcamiento de Sadam Husein. Un niño de diez años, Sergio Palico, murió en Houston (Texas) por querer imitarlo. Y parece ser que no fue el único.

Es la demostración más evidente de que a través de la televisión todo parece un juego. Incluso la muerte.

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