Estamos demasiado acostumbrados a oir que vivimos en una sociedad en la que se glorifica la banalidad. Y parece ser cierto: todo aquello que pueda resultar trascendente e importante, especialmente en el terreno artístico, se envilece hasta reducirlo a aspectos vulgares. Parece como si en el fondo temiéramos que la humanidad puede llegar a crear (o re-crear) belleza.
Tenemos un par de ejemplos recientes: hace unos cuantos días se exponía en la National Portrait Gallery de Londres un video con 67 minutos de una “siesta” del jugador David Beckham. Y su autora, quizá influenciada por el presunto encanto del futbolista, argüía con gran seriedad que se había inspirado en el David de Michaelangelo. (¿!) Casi simultáneamente, un artista italiano colgaba de un árbol de una céntrica plaza de Milán tres figuras hiperrealistas que representaban tres niños ahorcados. Cuando era interpelado sobre tan macabra creación, él apelaba que su obra representaba “la pérdida de la inocencia”.
Y así encontraríamos otros casos. Pero sucede con frecuencia que la redención puede hallarse en el sitio menos pensado.
Recientemente se ha estrenado en cines la gran superproducción Troya, dirigida por Wolfang Petersen y que recrea, según parece, una de las obras clásicas de nuestra civilización, La Ilíada de Homero.
Más allá de que los sesudos historiadores puedan cuestionar su rigor y autenticidad, de que los críticos evidencien su innegable finalidad comercial y de que algún concienciado pero despistado ideólogo pueda sacar a relucir el presunto mensaje belicista de la historia, creo que esta película tiene una gran virtud: nos devuelve, ni que sea sólo por un par de horas y media, la grandeza de una cultura que parecía olvidada, la recreación de unos episodios que sólo habíamos podido imaginar sobre el papel, la riqueza de una mitología obsesionada con alcanzar la inmortalidad, y un universo pletórico de héroes y dioses que supuran grandeza y que les falta lo que parece sobrar a nuestro mundo: mediocridad.
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